LA RISA QUE CONJUGA



Existo en una proa cercada por murallas,

parientes de las sombras que asolan mis frontales.

Desde ella observo el transcurso de los días,

sin pausa concebible, ni pena revocable.


Existe un patio grande en medio de la proa,

que crece desde el alba al ritmo de las letras.


Como eco de ciudades exentas de nobleza,

las sílabas se abisman en gritos ilegibles,

sirenas estridentes que aúllan a lo lejos,

abriendo como un cuenco, la boca de la noche.


El eco de los besos se escapa por las puertas,

y el roce, las caricias se tuercen en la esquina,

con paso de gigantes que todo lo devoran.


No obstante la destreza de los barcos,

me obstino en conjugarte con ciertos adjetivos,

pendiendo mis afectos del velo de tus gestos,

que acuno como un mago en ánforas de sueño.


Tus ojos como piedras de un zoco del oriente,

me alejan de las fauces de un muelle cancerbero.


Soy el bastión que te sostiene si flaqueas,

con labios de dulzura que acuñan tu sonrisa.


Eres el motivo, la razón, de ser un hombre diferente,

a veces mejor y otras distinto.


Eres la rueca, la calesa que trenza mis ideas,

bordeando los confines de abstractos continentes.


Estás, acaso en todas partes, partiendo de la nada

y hendiendo mis tristezas de suaves despertares.


Vienes desde dentro de la tierra,

y te vas de mí para siempre,

gorrión afortunado, nacido de perdones.


Vienes con tu pico y tus alas de cigarra,

blandiendo melodías que besan mis señales;

jugando y conjugando al otro que me viste,

a veces a deshoras y siempre diferente.



A mi hijo Hernán.

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